CUANDO uno, en Occidente, toma conciencia del
mundo a su alrededor, lo primero que percibe es la dificultad de ser simplemente
feliz. Todo lo que nos rodea nos manda señales, continuamente, de lo que no
tenemos y deseamos y necesitamos... Parece que el mundo está empeñado en
hacernos infelices para asegurarse de que estamos dentro del redil. No dejamos
de comprar cosas todo el rato, queremos todo nuevo y lo último que haya salido
al mercado sin ser conscientes de lo que implica un consumo desbordado. Pero no
voy a hablar de la obsolescencia programada. Eso lo dejaré para otro día, no se
preocupen, que otra cosa no, pero tiempo tengo de sobra.
Como les decía, estamos dentro de una carrera por
conseguir lo más nuevo, lo más moderno, creyendo que cuando lo tengamos, vamos
a calmar ese ansia que nos arde por dentro. Pero el mercado se asegura de que
siempre haya algo más nuevo, más atractivo. Nos hace creer que lo necesitamos y
que no seremos felices hasta que lo tengamos en nuestras manos, cueste lo que
cueste.
Pero, el problema de la infelicidad no es únicamente
material.
Estamos programados para ser infelices y creer que
siendo infelices somos felices. Cuando uno es pequeño, tiene la costumbre de
echarle la culpa de sus males a sus padres, a los maestros, al vecino del
quinto que no juega bien al fútbol en el recreo, a la lluvia, a sus hermanos,
con los que tiene que compartir juguetes y atenciones… cuando se está
creciendo, se tiene todo el derecho a ser infantil y echarle la culpa al
empedrado. El problema es que esa dinámica no se rompe cuando entramos en la
adolescencia y a veces empeora cuando llegamos a la edad adulta (a la que
algunas gentes no llegan nunca). Siempre la culpa es de los demás: del
compañero de trabajo, del jefe, del novio, del amigo... Y a veces es cierto que
las personas que nos rodean no nos ponen las cosas fáciles. La vida no es justa
y hay situaciones fuera de nuestro control. Pero eso es la vida. Ahora bien, aceptar
las cosas tal como vienen y sacar un aprendizaje es la parte difícil. No hablo
de conformismo. No hablo de dejarse explotar o dejarse pisotear, ni de mirar
hacia otro lado cuando uno ve una injusticia, aunque cierto es que el miedo es
libre y es uno mismo quien debe enfrentarse con sus demonios.
De lo que hablo es de decidirse a ser feliz. Responsabilizarse.
Aceptar la vida como un camino de aprendizaje, de prueba y error y así hasta
que se acierta. La vida no es una ciencia exacta. No es sota, caballo y rey. No
es dos más dos son cuatro. Hay miles de factores y ecuaciones diferentes, y
matices, alegorías y metáforas que uno aprende a interpretar con el tiempo.
Pero uno sólo puede mejorar su vida cuando toma
las riendas y deja de darle poder a otros. Cuando uno decide que quiere ser
feliz con lo que tiene, con lo que es. Cuando uno se compromete con su propia
felicidad, entonces es cuando todo empieza a tomar sentido. Dejamos de dar
vueltas como un perro intentando atrapar su propia cola, rompemos dinámicas
destructivas y dañinas y abrimos nuestro universo a nuevas oportunidades. Decidir
ser feliz es amarse a uno mismo y desearse lo mejor, es mimarse y cuidarse,
nutrirse de experiencias sabrosas y enriquecedoras.
Esa es la decisión más difícil que uno ha de tomar
en la vida: romper con esa dinámica autodestructiva de la infelicidad, porque nadar
contracorriente para llegar al origen de uno mismo y romper con todo lo
conocido es doloroso, pero cuando uno toma la decisión de ser feliz y se
compromete con uno mismo, todo viene rodado. No siempre es cierto eso de que
más vale malo conocido que bueno por conocer. Piénsenlo. Decidan ser felices
ahora.
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