Monday, 9 March 2015

Chaouen, un oasis azul en medio del desierto del dolor



Chaouen fue un oasis de tranquilidad en medio del dolor y el desconcierto. Volver a Marruecos después de treinta y tres años ha sido reencontrarme con mis raíces en todos los sentidos. Volver a Chaouen fue el inicio de mi curación: no en vano, Chaouen se consedira una ciudad santa.
Todos aquellos que hayan estado en Chefchaouen, coincidirán en que la vida es tranquila, llena de color y olores a especias, a cal y menta, y a piel. Tal vez fuera porque estaba de vacaciones, pero no sentí la urgencia europea de levantarse a las 6 de la mañana para ir a trabajar. Las tiendas abren a su ritmo, y cierran tarde. La gente camina entre calles de piedra gris y paredes blancas y azules y se sientan en las escaleras y fumar un cigarrillo y ver pasar la vida, con un vaso de té al lado. Pasear por la medina me trajo recuerdos y sensaciones. De cuando era pequeña y no comprendía lo que me decían, pero entendía el amor con que me hablaban; de cuando estuve en el Albaicín, en Granada, y sentí el dolor de Boabdil el Chico y esa riqueza cultural que los nacionalistas intentan enterrar canallescamente. Caminar por Ras Lma fue de lo más familiar, porque mi padre ya me había hablado del río y del agua fría que caía de las montañas. Y el hammam fue una liberación total: la desnudez completa sin complejos; una limpieza de cuerpo y alma. Y también me acuerdo del tortazo que me di tras caer desmayada por una baja de tensión por culpa del calor… no estoy yo ya para esos trotes.

Yo tuve la suerte de ir durante la fiesta del cordero y pude vivir la euforia de los musulmanes, de cómo corrían para tenerlo todo listo y poder cumplir con el mayor de los gozos, una obligación religiosa. Recuerdo la plaza del mercado, al pie de una de las puertas de la medina, lleno de puestos en fila, uno junto a otro, algunos en el suelo, otros en mesas, con sus romanas. Hacía años que no veía una romana ni escuchaba su nombre. El mismo dia de la fiesta, todo el mundo estaba ocupado, pero felices. El fervor con que los musulmanes viven su religión me impactó. Y me sorprendió que, estando a tan sólo catorce quilómetros de España, la vida fuera tan diferente: era otro mundo.

Recordar Chauen ahora es querer volver corriendo a los brazos de mi gente, de mi tía Aixa que me miraba con un amor increíble, de mi tía Gemma, que vino sólo una tarde desde Tetouan con todo el calor para verme, de mis primos y sobrinos que besaban la foto de mi padre y que me cargaron de regalos para mis hermanos y mi madre.

Recordar Chauen es volver a beber de ese oasis azul en medio del desierto de mi dolor.

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