Chaouen fue un oasis de
tranquilidad en medio del dolor y el desconcierto. Volver a Marruecos
después de treinta y tres años ha sido reencontrarme con mis raíces en todos
los sentidos. Volver a Chaouen fue el inicio de mi curación: no en vano, Chaouen se consedira una ciudad santa.
Todos aquellos que
hayan estado en Chefchaouen, coincidirán en que la vida es tranquila, llena de
color y olores a especias, a cal y menta, y a piel. Tal vez fuera porque estaba
de vacaciones, pero no sentí la urgencia europea de levantarse a las 6 de la
mañana para ir a trabajar. Las tiendas abren a su ritmo, y cierran tarde. La
gente camina entre calles de piedra gris y paredes blancas y azules y se
sientan en las escaleras y fumar un cigarrillo y ver pasar la vida, con un vaso
de té al lado. Pasear por la medina me trajo recuerdos y sensaciones. De cuando
era pequeña y no comprendía lo que me decían, pero entendía el amor con que me
hablaban; de cuando estuve en el Albaicín, en Granada, y sentí el dolor de
Boabdil el Chico y esa riqueza cultural que los nacionalistas intentan enterrar
canallescamente. Caminar por Ras Lma fue de lo más familiar, porque mi padre ya
me había hablado del río y del agua fría que caía de las montañas. Y el hammam
fue una liberación total: la desnudez completa sin complejos; una limpieza de
cuerpo y alma. Y también me acuerdo del tortazo que me di tras caer desmayada
por una baja de tensión por culpa del calor… no estoy yo ya para esos trotes.
Yo tuve la suerte de
ir durante la fiesta del cordero y pude vivir la euforia de los musulmanes, de
cómo corrían para tenerlo todo listo y poder cumplir con el mayor de los gozos,
una obligación religiosa. Recuerdo la plaza del mercado, al pie de una de las
puertas de la medina, lleno de puestos en fila, uno junto a otro, algunos en el
suelo, otros en mesas, con sus romanas. Hacía años que no veía una romana ni
escuchaba su nombre. El mismo dia de la fiesta, todo el mundo estaba ocupado, pero felices. El fervor con que los musulmanes viven su religión me
impactó. Y me sorprendió que, estando a tan sólo catorce quilómetros de España,
la vida fuera tan diferente: era otro mundo.
Recordar Chauen ahora
es querer volver corriendo a los brazos de mi gente, de mi tía Aixa que me
miraba con un amor increíble, de mi tía Gemma, que vino sólo una tarde desde
Tetouan con todo el calor para verme, de mis primos y sobrinos que besaban la
foto de mi padre y que me cargaron de regalos para mis hermanos y mi madre.
Recordar Chauen es volver a beber de ese oasis azul en medio del desierto de mi dolor.
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